Sin caer en la rutinaria taxidermia de establecer generaciones literarias por el criterio cronológico, tan parecido e inevitable como el viejo sistema de “quinta” de reclutamiento militar, el crítico Philip Rahv estableció una contraposición mucho más interesante al distinguir dos tipos de escritores en el período fundacional de la literatura norteamericana. Por un lado, el “rostro pálido”. Por el otro, “el piel roja”.
Es un “nombramiento” que lo dice (casi) todo. Sobre la forma de escribir y, a la vez, sobre la forma de estar en el mundo. En el polémico ensayo de Rahv, publicado en 1939, se apuntan algunos trazos. El escritor “rostro pálido” buscaría un “refinado” distanciamiento de la realidad. En cuanto al “piel roja”, entregaría lo mejor de sí mismo “al dar expresión a la vitalidad y las aspiraciones de la gente”. Y Rahv no duda en señalar a Walt Whitman en la vanguardia “piel roja”, junto a Mark Twain o Melville. Al modo de la Internacional Situacionista, podríamos hablar de una “psicogeografía” de Whitman, un territorio literario, en el que la deriva “piel roja” se reactiva en el presente, abriendo nuevos pasos, ensanchando la mirada, socavando la línea de riesgo, empujándonos en el acantilado. Porque la clave, el código de barras, con perdón, de esta poesía indomable es aprender a volar. Remontar el vuelo. E ir más allá. Siempre, más allá. Un vuelo que no consume sino que produce un tiempo nuevo.
Un Nuevo Mundo, proclama Whitman. Y cada vez que lo dice el mundo y lo nuevo, esa conexión tan antigua, parecen fundar una visión.
Un Nuevo Mundo, claro.
A diferencia de otras visiones de modernidad efímera, la poesía de la naturaleza de Walt Whitman nos involucra. Es una naturaleza poética que no se deja amedrentar, que nos sorprende. Son tiempos de capitalismo impaciente, de codicia depredadora, donde también el lenguaje como animales y plantas, son víctimas de envenenamiento. Es comprensible caer en planteamientos apocalípticos. Solo los incautos pueden ser optimistas. Con una excepción. Los poemas de Walt Whitman. Son plantas, seres salvajes, que no necesitan de nuestro cuidado, de nuestra toma de conciencia. Al contrario. Son ellos, estos poemas, las fuentes de conciencia, la energía alternativa que nos permite ver lo que no está bien visto. Lo que está oculto o tapado. Y lo que molesta, desacomoda, ver.
Dice Whitman:
“…enfrentándome a la noche, a las tormentas, al hambre,
al ridículo, a los accidentes, a los desaires,
como hacen los árboles y los animales”.
Amén.
[Este texto son fragmentos del prólogo de Yo soy el Poema de la Tierra, de Walt Whitman]